Thursday, January 06, 2011

La Muerte de un Hijo


“El patriotismo es la cuna del sacrificio”.
Lajos Kossuth (1802-1894) Político y patriota húngaro.

El sol estaba a punto de ponerse en el firmamento. Las tonalidades rojizas y anaranjadas del cielo constituían sólo una pequeña parte del trabajo perfecto realizado por Dios, nuestro Creador y Señor. El canto de los pájaros yendo de un árbol a otro completaba aquel maravilloso espectáculo.

A pesar de que ya el año había avanzado hasta mediados de noviembre, aquel había sido un día muy caluroso, como era característico en ese país tropical con clima caliente y húmedo.

El cuerpo de Fidelio estaba bañado de sudor, cual riachuelo desbordado de su cauce por lluvias torrenciales. Había estado trabajando la tierra desde temprano en la mañana, con un breve descanso para comer la yuca con huevos revueltos y salami frito que la vieja Chichita había preparado para él y sus trabajadores en los fogones del bohío.

Fidelio, que había sido toda su vida un hombre de campo, como lo fueron su padre Teófilo, su abuelo Federico y su bisabuelo Rogelio antes que él, había levantado su hermosa familia en base a su trabajo tesonero y a su dedicación, capacidad, honestidad y sacrificio.

Era un hombre de gran humildad y fe cristiana. Dios y su familia constituían todo su mundo y su razón de vivir. Fidelio era también un hombre de gran solidaridad y sensibilidad social. Era un buen amigo en el sentido más amplio de la palabra y era querido, respetado y admirado por todos en la comunidad. Otros agricultores lo consultaban con frecuencia sobre asuntos personales y de negocios.

Había nacido 47 años antes, en su querida Damajagua, un pequeño poblado rural ubicado a unos 30 kilómetros al noroeste de Santiago, la capital de una de las 32 provincias de ese sufrido país y la segunda ciudad en importancia. Fidelio era uno de los pocos agricultores de Damajagua que había asistido a un colegio privado de Santiago y que se había graduado de bachiller.

Durante sus años de estudio, Fidelio pasó los días de colegio donde una tía suya, Dolores, que vivía en Santiago. Los fines de semana regresaba a Damajagua, para ayudar a su padre en las labores del campo. Justo dos meses después de terminar el bachillerato con muy buenas notas, su padre murió. Por eso no comenzó sus estudios universitarios, como deseaba su querido progenitor. Fidelio era hijo único.

Al morir su padre, decidió incorporarse al trabajo de las cien tareas que le habían pertenecido a aquél y que pasaron a ser de él, pues su madre había fallecido cuando él tenía sólo tres años de edad. La tenacidad y perseverancia en su trabajo hizo que Fidelio lograra ahorrar lo suficiente para adquirir una finca de quinientas tareas de tierra fértil que colindaban con las cien que había heredado de su padre.

Aunque tuvo mucho éxito al sembrar esas tierras de frutos menores y criar ganado de ceba, Fidelio logró un mayor impulso económico por su gran energía física, dedicación, innata inteligencia y habilidad organizativa. Fidelio había cultivado el hábito de la lectura desde niño, una costumbre que le permitió aumentar sus conocimientos y su cultura, tener una mayor conciencia de su entorno social y ampliar sus horizontes.

Sudado y atrapado en algunos de estos pensamientos de su pasado estaba Fidelio, cuando, de pronto, escuchó la voz de Elpidio, uno de sus vecinos.

“Vecino, venga rápido, que en su casa ha pasado algo grande”, dijo Elpidio.

“¿Qué ha pasado?” “¿Qué ha pasado?”, insistió una y otra vez Fidelio.

Pero Elpidio no contestaba.

“Acompáñeme vecino”, fue, finalmente, su única respuesta.

Dejándolo todo, Fidelio salió de prisa con Elpidio. Fueron los doce minutos más largos de su vida. Cuando avistó su vivienda, vio a mucha gente que se había aglomerado allí. El corazón le dio un vuelco y tuvo un mal presentimiento.

Al llegar, los murmullos, los abrazos y las expresiones en los rostros de quienes le rodeaban, gente toda conocida por él, le confirmaban que algo grave había ocurrido.

En medio de los presentes, y casi ahogados en llanto, vio a Altagracia, su mujer, y a dos de sus tres varones, Pablo, el mayor, y Daniel, su segundo hijo. Altagracia y sus hijos se aferraron a él llorando desconsoladamente.

“¡Por Dios!, díganme qué ha ocurrido”

“¡Ay, Ay, Fidelio!, mataron a nuestro hijito Samuel”, apenas pudo decir Altagracia con la voz entrecortada por el llanto.

Samuel, el más joven de su prole, fue asesinado en Santiago, cuando fue allí a hacer una gestión de cobros de la finca. Dos hombres vestidos con ropa militar y transitando en una motocicleta sin placa lo habían asesinado en un forcejeo para robarle su teléfono celular y el dinero que había cobrado.

En ese país la seguridad, que décadas atrás era el orgullo de toda la ciudadanía, se había perdido de manera vertiginosa. Las cosas habían empeorado al punto de que nadie sabía a ciencia cierta si regresaría vivo a su casa o si lo matarían para robarle cualquier cosa insignificante o al confundirlo con otro. La vida de una persona valía tan poco como cinco mil o diez mil pesos, dependiendo de cuanto cobrara el sicario encargado de la encomienda.

La desgarradora noticia de la muerte de su hijo Samuel impactó de tal modo a Fidelio que cayó de rodillas y lloró amargamente. Su esposa y sus hijos lo significaban todo para él. Eran su gran tesoro. Pero ya uno de sus retoños se había ido para no volver jamás.

Samuel era un hijo excelente, como generalmente ocurre con esos que matan en sistemas políticos podridos: estudioso, trabajador, honrado y querido por toda la gente.

El vacío fue profundo, pero más profundo fue el dolor y la impotencia.

No habría nadie, como en efecto sucedió, que pagara por la muerte de su hijo, ni por la muerte de tantos hijos de otras familias, como venía ocurriendo desde hacía varios años, pues la impunidad, la corrupción, la delincuencia y el caos habían llegado a arroparlo todo en ese miserable país.

Los políticos y partidos políticos prácticamente habían destruido las posibilidades de que sus ciudadanos pobres pudieran realizar sus sueños y sus deseos de progreso. La mentira, el cinismo, la hipocresía y la demagogia dominaban el panorama político nacional. Los servicios públicos eran un verdadero desastre, pues el gobierno lo había descuidado todo, y el cumplimiento de los deberes oficiales había sido relegado a un último plano. Los pobres y la clase media baja habían sido abandonados a su suerte, mientras los esfuerzos de los gobernantes sólo se concentraban en procurar poder y riquezas para ellos mismos y los suyos. El presupuesto nacional se había convertido en el presupuesto personal de los políticos con poder y en el poder.

Lamentablemente para los ciudadanos probos, la autoridad, el respeto, la seguridad, el patriotismo y los valores morales y cívicos se habían perdido. La vida de un ser humano ya no valía nada allí. Todos los ciudadanos parecían tener un boleto de lotería. Aquel que tuviera la poca fortuna de resultar agraciado, perdía la vida o la perdía alguien cercano a él.

Ahora, enfrentado con la muerte de Samuel, Fidelio veía claramente lo que había venido reflexionando desde hacía un tiempo: en ese país ni su familia, ni las familias de la gente decente y trabajadora, podrían optar por un futuro mejor, a menos que él y los demás ciudadanos dejaran a un lado su apatía y su indiferencia y se comprometieran, de una vez por todas, a poner en ejecución algo que Fidelio había ponderado en repetidas ocasiones.

De hecho, mucha gente de su comunidad, cuando comentaban la situación del país, le habían repetido una y otra vez que se irían de allí, aunque fuera en yola, porque ya habían perdido las esperanzas de progresar. Este sentir cobró mayor fuerza en la población cuando se dieron cuenta de que el presidente del país, un hombre de quien la mayoría pensaba que tenía gran sensibilidad social por su origen humilde, los había defraudado, al igual que su partido político. Ese presidente había demostrado ser un hombre insensible ante el sufrimiento de los suyos, un hombre cínico e irresponsable, que sólo se aferraba al poder y a todos los beneficios que se derivan del mismo.

Fidelio empezó a conversar con sus vecinos de Damajagua y con las personas serias de esa comunidad para agruparse en torno a una institución de la sociedad civil que había surgido recientemente y que realizaba actividades para crear una mayor consciencia en la población con respecto a las causas que originaban su situación económica y social. Esa institución propiciaba la realización de obras de asistencia social y ayudaba a la ciudadanía a organizarse debidamente para reclamar sus derechos.

La gente de Damajagua eligió a Fidelio como representante del poblado y él cumplió dedicándole el tiempo necesario a esa actividad, de modo que pronto, gracias a sus esfuerzos, se incorporaron numerosas personas a los trabajos de la institución.

A medida que pasaron los meses, la población de Damajagua tomó iniciativas que llamaron la atención de toda la nación: propuestas concretas para resolver problemas de la comunidad y del país, pero que nunca fueron atendidas, marchas, visitas a periódicos, protestas pacíficas, pancartas, encendido de velas, huelgas de hambre, participación en programas de radio y de televisión, entre otros muchos actos.

Fidelio y los miembros de su comunidad reclamaron, con el respaldo de las iglesias y de entidades sociales de la región, protección para los ciudadanos, solución a sus problemas más urgentes (sobre todo en las áreas de educación, salud, justicia, seguridad ciudadana, reparación de caminos y puentes, pequeños y medianos préstamos para la producción, agua, energía eléctrica y empleos), cancelación de los funcionarios inescrupulosos de las dependencias oficiales de Damajagua, sustitución de la dotación policial corrupta, llena de delincuentes y ligada al narcotráfico, apoyo financiero y asesoría de las entidades de desarrollo agrícola.

La figura y las actividades de Fidelio ya habían llamado la atención del gobierno y de políticos locales, sobre todo porque eran cada vez mayores los grupos de personas que se reunían para participar en las actividades impulsadas por él y porque los reclamos y protestas se habían extendido a los pueblos aledaños, incluyendo a Santiago.

Aunque de forma lenta y discreta, la labor de Fidelio estaba rindiendo sus frutos.

Como era lógico esperar, comenzaron a llover sobre él chantajes e intentos de extorsión para comprarlo y hacerlo desistir de sus intenciones.

Como Fidelio era un hombre valiente, íntegro y honesto no cedió a ninguno de esos intentos, lo cual dio entonces paso a amenazas de muerte para él y su familia.

Como ocurre en los países donde lo que existe es una caricatura de democracia o seudo democracia, que era el caso de aquella desventurada nación, un día, mientras Fidelio regresaba por la calle principal del poblado con sus dos hijos, Pablo y Daniel, luego de haber vendido un becerro a uno de los lugareños, desde un vehículo que pasó cerca de ellos salió una ráfaga de balas que impactó en los tres transeúntes, dejando a Fidelio en estado agónico y segando instantáneamente las vidas de Pablo y de Daniel.

Un grupo de vecinos, que había escuchado los disparos y que sólo alcanzó a ver la placa oficial del vehículo que se alejaba a gran velocidad, rodeó rápidamente los cuerpos.

Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, Fidelio exclamó antes de morir: “¡Pueblo mío! ¡Pueblo mío! Que permaneces indiferente ante el sufrimiento de tus hijitos y con tu silencio y apatía apoyas a gente malvada y explotadora, ¿hasta cuándo soportarás?”

Entonces expiró y con él parecieron morir las esperanzas de Damajagua.

La muerte de Fidelio y de sus dos hijos fue reseñada al día siguiente, de forma breve, en una de las páginas interiores de un periódico de la capital. Sus muertes fueron calificadas por la policía como un “lamentable incidente”, ya que Fidelio, Pablo y Daniel fueron “confundidos”, de acuerdo con la versión policial, con tres delincuentes buscados por ese cuerpo del “orden público”.

Como en todos los asesinatos perpetrados por la policía, en los cuales no se tiene la menor intención de hacer justicia, el periódico señalaba que se había nombrado “una comisión de altos oficiales para investigar los hechos ocurridos”. Otra burla más de la “justicia” y de las autoridades de ese país.

Tres muertes más, entre tantas otras, sin castigo, con total impunidad. Vidas que para los gobernantes de turno no tenían valor alguno, como las de los numerosos niños que mueren cada año en ese país por virus, epidemias, desnutrición y otras enfermedades.

Sin embargo, en Damajagua las muertes del padre y de sus hijos sí estremecieron a casi todos sus habitantes, a quienes Fidelio había logrado hacer despertar de su marasmo cívico.

Luego del fallecimiento de Fidelio y sus hijos, las actividades de Damajagua y de otros pueblos de esa región exigiendo acciones del gobierno para solucionar los graves problemas nacionales y de esclarecer las muertes, lejos de disminuir, aumentaron sustancialmente, y se recrudecieron las protestas y los actos de desobediencia civil, con lo cual también se incrementó la represión a los asistentes a dichos actos y los asesinatos de ciudadanos.

Las represiones y los asesinatos no lograron amedrentar a aquella gente; al contrario, ahora se intensificaron sus actividades, denominadas “subversivas” por el gobierno y las fuerzas armadas.

Lo que sucedía en Damajagua fue extendiéndose gradualmente a otras comunidades y ciudades de aquel desventurado país, al punto de acaparar la atención de medios de comunicación, tanto nacionales como internacionales.

La situación se escapaba de las manos del gobierno y la creciente presión social era insostenible.

Finalmente, el sistema político se estremeció y dio paso a nuevas y mejores opciones y, con el paso del tiempo, pero con relativa prontitud, fueron alcanzadas muchas de las soluciones reclamadas por Fidelio y los habitantes de aquel país.

Los ciudadanos, hastiados de tanta podredumbre en sus gobernantes, en la justicia, en el Congreso, en las fuerzas armadas y en los políticos y partidos políticos, sólo necesitaron un empujón para expresarse.

La muerte de Fidelio y de sus hijos fue ese empujón, la chispa en encendió la mecha.

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