“La violencia es el último recurso del incompetente”.
Isaac
Asimov
(1920-1992), Escritor EstadounidenseEl único toque de hermosura de ese hogar era un enorme flamboyán, con abundantes flores de color rojo encendido. El árbol había crecido durante años en el fondo del patio de aquella casucha.
Pancho se había llevado a Carmela cuando ambos eran aún muy jóvenes, contando él diecinueve años de edad y ella dieciséis. El se dedicaba a vender billetes y quinielas de la Lotería y ella trabajaba como empleada doméstica en la casa de Doña Rosa, una señora que residía en Maimón.
Pronto tuvieron sus primeros hijos, Daniel y José, niños de vientre abultado y propensos a enfermarse mucho, sobrevivientes del ambiente de poca higiene que les rodea, tal como ocurre con centenas de miles de niños del desventurado país donde vivían.
Cuando Daniel y José contaban con tres y dos años de edad, respectivamente, Carmela dio a luz a Lucrecia. La niña fue recibida por sus padres sin mucho entusiasmo, lo cual no impidió que tuvieran, en rápida sucesión, a otros dos hijos, a quienes nombraron Rafael y Marisela.
Carmela trabajaba de lunes a sábado, desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde. Regresaba a su casa en motoconcho. En su ausencia, los niños eran atendidos por una tía suya, de nombre Yolanda, que vivía muy cerca, y por Pancho, cuando estaba en la casa.
Pancho era adicto al ron y a las apuestas en el juego de billar, tan popular en su pueblito. En su hogar era un hombre violento, que frecuentemente abusaba verbal y físicamente de Carmela frente a sus hijos, asestándole golpes sin ton ni son, sólo porque a él le daba la gana y para que su mujer “lo respetara”. Los niños no escapaban de sus arranques de ira y les pegaba con regularidad para que “aprendieran a caminar derecho”.
Pancho había crecido observando el mismo patrón de conducta por parte de su padre, quien abusaba continuamente de su mujer y de sus hijos, lo cual ocurría muchas veces frente a él y a sus hermanos.
El tiempo transcurrió y Lucrecia tenía ya ocho años. Fue cerca de haberlos cumplido cuando Pancho llegó ebrio a su casa. Sólo ella se encontraba allí. Estaba en el patio, jugando con una muñeca de trapo que Doña Rosa le había enviado con Carmela la navidad anterior. Pancho había visto a Lucrecia cuando llegó y la llamó a voces. Al instante, la niña dejó lo que estaba haciendo y fue rápidamente donde estaba su papá.
Sentado en una silla de guano, Pancho le pidió a Lucrecia que lo ayudara a quitarse las botas enlodadas, pues tenía nudos en los cordones y no los había podido desatar por la torpeza que le provocaba su estado de ebriedad.
La inocente niña hizo lo mejor que pudo y finalmente logró sacarle las botas y las raídas medias, dejando al descubierto aquellos pies malolientes.
Cuando Lucrecia se disponía a marcharse, Pancho la haló del brazo, la abrazó y comenzó a acariciarla y a besarla, inundándola con el tufo de su aliento.
Fue en ese momento y contexto que Pancho abusó sexualmente de su hijita, amenazándola luego con matarla a ella y a Carmela si llegaba a enterarse de que le había contado algo de lo ocurrido a su madre.
Aquella brutal acción fue algo que se convirtió en rutina en los siguientes años. En algunas de esas ocasiones se encontraban presentes uno o más de los hermanos de Lucrecia.
Eventualmente le correspondió también el turno a Marisela, la hermanita de Lucrecia y tres años menor que ella. Ambas eran sometidas a las diferentes prácticas sexuales elegidas por su padre.
Mucha gente del poblado estaba enterada de lo estaba ocurriendo, pues Pancho, en una de sus borracheras, comentó en el salón de billar que se sentía mejor haciendo “el amor” a sus hijas Lucrecia y Marisela, que a su mujer Carmela.
Muchos aseguraban que Carmela también estaba enterada, pero que nunca se había atrevido a poner un alto a la situación por el temor que le infundía Pancho, para no provocar la violenta reacción de éste.
Cuando Lucrecia contaba con trece años de edad ocurrió lo que parecía inevitable: salió embarazada. Fue entonces, y sólo entonces, que Carmela se preocupó por la situación, especialmente cuando confirmó con el propio Pancho que él era el padre de la criatura.
A Pancho no pareció importarle mucho lo sucedido. “Es mi hija y puedo hacer con ella lo que me dé la gana”, contestó.
Cuando Carmela le reclamó acremente su proceder incestuoso, la reacción de aquél no debía sorprender a nadie: Carmela recibió una soberana paliza por parte de su marido.
La noticia del embarazo de Lucrecia por parte de su degenerado padre, confirmando a los moradores del poblado que eran ciertos los comentarios que venían corriendo de boca en boca de que Pancho violaba a sus hijas, causó indignación en muchas de las mujeres de allí.
Y hasta en algunos hombres que no estaban de acuerdo con violar a sus propias hijas, sino a las hijas de los demás.
La falta de autoridad, la ineficacia de la policía, la aplicación inadecuada de una ley aprobada diez años antes para “prevenir” la violencia intrafamiliar, la existencia de un sistema judicial que favorece a los violadores de la ley y que dio lugar a la impunidad reinante en el país, conjuntamente con la enorme corrupción de gobernantes y legisladores, habían convertido la nación en el paraíso de la delincuencia, sobre todo después de haberse aprobado el llamado “Código Procesal Penal”, en el cual el peso de la prueba descansa en la labor de fiscales incompetentes y mal pagados.
El maltrato físico y mental contra mujeres y niñas y las violaciones y abusos sexuales son el pan nuestro de cada día en ese país, todo ello agravado por la pobreza y la ignorancia que abate a casi la mitad de la población, ante la total indiferencia de presidentes y funcionarios públicos que sólo usan esos elementos para promesas de campaña política, promesas que nunca cumplirán, sin importarles para nada el destino ni la situación de los pobres y marginados de la sociedad.
De hecho, el Presidente del país, en su acostumbrado cinismo y muestras de hipocresía, y en ocasión de celebrarse el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, había expresado en su mensaje publicado por la prensa lo siguiente: “reiteramos que nuestro Gobierno está comprometido con la lucha para enfrentar todas las formas de violencia contra las mujeres y las menores. En consecuencia, el Gobierno está ejecutando de manera eficiente varios programas para brindar protección a las adultas y a las niñas maltratadas”.
¡Cuántas mentiras y promesas incumplidas por parte de estos perversos y degenerados que llegan al poder! ¡Cuánta indiferencia ante el sufrimiento de aquellos que han sido excluidos socialmente, tan seres humanos e hijos de Dios como ellos o como cualquier persona rica o poderosa!
Carmela, Lucrecia y Marisela, y miles de mujeres y niñas como ellas, no habían recibido nunca la protección anunciada demagógicamente por el Presidente. En beneficio de ellas no existe una política social y cultural diseñada y debidamente coordinada para evitar tales abusos, a la par con leyes y regulaciones eficaces, supervisadas y ejecutadas en su cumplimiento por un personal competente. Lo que existe es una ley que casi nadie cumple, como sucede con la mayoría de las leyes que allí existen.
Por eso han sido asesinadas más de 400 mujeres por sus maridos en los últimos tres años, una cifra que sólo se equipara con los muertos por la policía en “intercambio de disparos”. La epidemia del abuso físico, psicologico y sexual no parece conmover a ninguno de los sectores de la sociedad, ni parece motivarlos a poner un alto a la alarmante espiral de la violencia familiar.
Por eso, el abuso de Pancho se repite hasta la saciedad en un alto número de familias pobres y también en muchos otros hogares de clase media baja.
Por eso pasó lo que pasó.
Yolanda, la tía de Carmela, que atendía los niños en su ausencia, la convenció para ir juntas y denunciar a Pancho en una de las fiscalías habilitadas para tales fines. La policía lo detuvo y lo metió preso, pero a los tres días fue puesto en libertad.
Una vez libre, Pancho esperó hasta las seis de la tarde para dirigirse a su casa. No entró, sino que se escondió detrás de un follaje cercano para esperar el regreso de Carmela. Cuando ésta llegó y se disponía a entrar en la casa, Pancho, que la había seguido sigilosamente, la agarró por el pelo y la arrastró hacia el patio. Allí la acuchilló repetidas veces hasta quitarle la vida.
Luego entró a la vivienda y vio en un rincón a sus tres hijos menores, Lucrecia, Rafael y Marisela. Allí estaban, sobrecogidos por los gritos de su madre y por el miedo ante aquella figura dantesca que acababa de hacer su entrada con un cuchillo ensangrentado en la mano.
Pancho saltó como una fiera sobre Lucrecia, con cuatro meses de embarazo, y sobre Marisela, ambas una al lado de la otra, y las asesinó sin piedad con el mismo cuchillo. Mientras Pancho descargaba su furia contra sus hijas, Rafael huyó despavorido y salvó su vida porque su padre no pudo alcanzarlo. Daniel y José, los hijos mayores, tuvieron la fortuna de no encontrarse en la casa en el momento de la desgracia.
Los gritos de Carmela y de las niñas atrajeron la atención de la tía Yolanda, que se encontraba cerca, y rápidamente se dirigió hacia la casa. Tuvo tan mala fortuna que al entrar se encontró cara a cara con el matador y sufrió la misma suerte que las demás.
Varios minutos después, atraídos por los alaridos que escucharon, algunos vecinos se acercaron y entraron a la vivienda. Una vez allí, pudieron contemplar atónitos el lúgubre espectáculo de aquellos tres cuerpos sin vida, totalmente ensangrentados.
En el patio descubrieron a Carmela, muerta de la misma manera. Y un poco más allá, colgando de una de las ramas del enorme flamboyán de flores color rojo encendido, estaba Pancho, que se había ahorcado luego de cometer aquellos actos de tanta barbarie.
Los periódicos locales reseñaron, dos días después, ese episodio de violencia intrafamiliar, uno más de los cientos que ocurren anualmente en ese desafortunado país y que su población se ha acostumbrado a ver con total apatía.